“La “adultez” no llega con los años, sino con la
consciencia del poder personal”
Nacimos menudos, frágiles y dependientes, como todo ser mortal. Nos criamos entre prohibiciones e inseguridades. Cuando se es impúber y se mide un metro, poco grande se es. Hablábamos si nos preguntaban y obedecíamos las órdenes de la autoridad adulta a pies juntillas. No nos dimos cuenta en qué momento ya habíamos crecido lo suficiente como ser plenamente conductores/as de nuestra vida. Porque la “adultez” no suele llegar con los años sino con la consciencia del poder que se tiene sobre los propios destinos, hay personas que no llegan nunca, cuelgan sus destinos del perchero de otras.
Algunas amigas se emancipaban por el matrimonio, que era tanto como cambiar de dueño. Del padre al marido y tiro porque me toca, de mano a mano, en el tránsito ni tan siquiera veían la luz del sol. Todavía queda mucho de eso, más de dos tercios de las mujeres del planeta. Asumir las propias riendas lleva consigo remangarse, armarse si es preciso, enfrentarse e incluso romper, hay que mostrar disposición para defender el propio territorio ante la más mínima intromisión, la pequeña isla personal ante la amenaza constante del mar que crece un poco cada día si no se encuentra con firmes diques que lo frenen.
Los años, además de la consabida experiencia que nos contaban las abuelas, relajan, pausan, nos hacen más tolerantes con lo ínfimo e insustancial y sin embargo mucho más rígidos e inflexibles con lo que de verdad importa. Podemos ser capaces de pasar por alto hechos o palabras que en tiempos juveniles nos hubieran exaltado el ánimo, pero no toleramos ni un ápice que nos impongan conductas, opiniones, presencias o permanencias en lugares que no deseamos ni nos apetecen.
No es cuestión de experiencia, es más bien la madurez y la seguridad que otorga el dominio y el poder sobre cada segundo de nuestro ser.
Hemos perdido mucho tiempo soportado insufribles charletas, reuniones, conferencias, clases “magistrales”, situaciones y conversaciones que nos atragantaban, procedentes de personajes cargantes ganándose un sueldo, hablando de lo que nada o poco sabían, que se escuchaban para agasajo propio o se entretenían sin percatarse de lo fastidioso y aburrido de su perorata. Pero había que estar allí sin mover pata ni oreja por educación, por necesidad, por las circunstancias, porque formaba parte del labrantío de nuestro futuro o de nuestro trabajo o del entorno social o familiar, o porque padecer aquella tortura de mortal y tedioso aburrimiento era condición para conseguir algo que nos interesaba.
En la generación a la que pertenezco eso se acaba a los cincuenta. No es que perdamos educación por el camino ni tampoco tolerancia, simplemente nos damos la libertad de ser libres, de hacer y decir lo que nos parece oportuno en cada momento y situación. Libertad de elegir y seleccionar nuestros momentos y compañías. Soltar el lastre de tener que soportar nada ni a nadie.
Es como un renacimiento, una alas que desconocíamos tener debajo de tanto cobijo y armatoste como nos van poniendo encima desde que aparecimos encarnados. Las desplegamos y espoleamos, se abren y ¡alehop! de pronto se ensancha la respiración y nos damos licencias para decir lo que tantos años pensábamos en la intimidad, nos sorprendemos largando con soltura sobre temas ocultos que nos ruborizaban, sobre experiencias personales que nunca habíamos contado a nadie, apreciamos o despreciamos de entrada y de forma visceral según nos venga en gana, cortésmente por supuesto. Aceptamos o rechazamos con la misma contundente resolución, sin medias tintas, ni eufemismos. Si gracias, o No me apetece.
Resulta extraño que a pesar de las veces que nos dijeron NO en la infancia, nos cueste tanto decirlo después, sobre todo a las mujeres. La reafirmación personal más absoluta es saber decir un No definitivo y sin vuelta de hoja. ¡Qué placer desconocido!
Después de mucha controversia, en los cincuenta nos damos la libertad de ser libres. http://elisadocio.com «Diario Palentino, 8 de junio de 2008»