«Esos escasos hijos rurales serán enseguida urbanos, habitantes de las ciudades, del asfalto, del bullicio y de las prisas.»
Porque para empezar el agricultor siempre soñó con tener un piso en la ciudad y que sus hijos pudieran estudiar. Sin embargo el objetivo no paraba ahí, su deseo inconfesable era pertinazmente que su prole se fuera del lugar, que no se dedicara a las tareas primarias tradicionales, que mejorara su bienestar, lejos del control vecinal, de la tristeza del invierno, de la zozobra de la sequía y de las plagas, para vivir en la seguridad de un salario a cobrar el día uno de cada mes.
Y es que a través de sus prolongados silencios, en sus vivencias cotidianas, observaban al médico, al farmacéutico o al maestro, y les gustaba la consideración social y el respeto de que gozaban, su saber y sus posibles. Como buenos padres querían para sus hijos un trabajo fino y para sus hijas una vida digna, aunque emocionalmente hubieran preferido unas condiciones más favorables para que su descendencia continuara sacando del terruño los frutos del sudor de tantas horas, de tantos desvelos, de tantos sufridos y ahorradores antepasados que siempre guardaban hucha por si acaso vendían tierras poder comprarlas.
Pero a pesar de los pesares, nuestra historia ha demostrado que si la paciencia fue la virtud, la envidia fue nuestro gran pecado, el de las gentes que habitamos estas tierras. Si la primera nunca fue motor de arranque ni de posibilidad de crecimiento de iniciativa alguna, la segunda supuso, sin quererlo, la asfixia total y radical de cualquier desafío solitario. Cuánto más pequeña es una comunidad, más desconfianza generan las novedades en su seno. Si alguien pretende una progresión o una mejora, para sí, para los suyos, e incluso para beneficio de todos, el resto de los miembros comunitarios se enfunda el parapeto, mira detrás del escudo, cuchichea y recela.
La uniformidad es una pauta de seguridad, de supervivencia, ser como los demás, en las formas, en las conductas, incluso en las creencias. Hoy todavía en nuestros pueblos se señala, o al menos se mienta, al que no va a misa los domingos, a quien tiene costumbres originales, no habituales, a quien sin filtro de ningún tipo suelta lo que le viene en gana sin cortapisas ni falsas cortesías, al que opina abiertamente y confiesa su credo, creencia o convencimiento religioso, político, moral o social, sin preocuparse de lo que piensen los demás. El recato sigiloso es un arma defensiva imprescindible. El talón de Aquiles es secreto familiar y tribal que debe permanecer encriptado para garantizar la supervivencia.
Tal es así que estas pequeñas comunidades tradicionales funcionan casi como comunas. Los vecinos se conocen, se echan una mano en caso de apuro, o una zancadilla si hay ganas y ocasión. Los niños son un poco de todos, las múltiples madres comunales los reprenden sin plantearse tan siquiera su competencia. Pero esos niños, tan escasos y solitarios, mañana tampoco serán habitantes de esas tierras porque apenas si sus posibilidades educativas llegan a los mínimos de la igualdad de oportunidades. Nunca serán políglotas, ni deportistas de elite, ni virtuosos de la música, ni tendrán ningún don o virtud cuyo desarrollo requiera un ejercicio bien dirigido y dedicado durante la primera infancia.
Esos escasos hijos rurales serán enseguida urbanos, habitantes de las ciudades, del asfalto, del bullicio y de las prisas. Y en pocos años aprenderán a no poder dormir con el canto matutino de los pájaros, y cuando alguien les hable de hacer turismo rural se reirán por dentro, debatiéndose entre el amor a su tierra y a sus raíces, y el agradecimiento a esa otra tierra que los cobijó y alimentó en el bienestar que nada tiene que ver con lo que vieron en su casa de pequeños.
El cambio generacional lo es también geográfico, Así se viene produciendo desde hace más de quince años, desde que las universidades y los estudios dejaron de ser elitistas para convertirse en populares. Es un camino sin retorno. El mundo rural no se ha acomodado a los nuevos tiempos. Años ha que los padres rurales generan, voluntariamente o no, hijos urbanos. «Diario Palentino, 16 de julio de 2006»