“Todas las personas tenemos una opinión sobre lo que nos rodea, sobre cómo es o debiera ser, o nos gustaría que fuera”
El don de la palabra como instrumento de comunicación es un atributo del ser humano muy valorado en todas las culturas y religiones, hasta ha llegado a utilizarse como prueba patente de la creación divina del ser humano.
Con la voz y con la palabra se puede trasladar a otros lo que nos ocurre por dentro, cómo estamos, qué pensamos o queremos. Nuestras expresiones pueden ser afirmativas o negativas, clarificadoras o enredosas, contener verdades o mentiras, pueden comunicar rabia, quejido, felicidad o cualquier formato que pueda adoptar nuestro estado de ánimo.
Una de las variedades de la transmisión oral es la opinión. Todas las personas tenemos una opinión sobre lo que nos rodea, sobre cómo es o debiera ser, o nos gustaría que fuera. Opinamos continuamente sin querer o queriendo, sin darnos cuenta estamos manifestando nuestro parecer sobre nuestra propia vida y el mundo circundante.
El valor de la opinión no sólo depende del tema que sea objeto sino también de la persona que la emite. Hay opinantes ilustres que argumentan, convencen o cautivan. Los hay desastrosos que después de muchas líneas y un derroche absurdo y mal conformado de palabras no consiguen ni a medias decir lo que querían o acaban diciendo lo que no querían decir. Entre uno y otro extremo y en diversos grados nos encontramos todos los demás.
La cultura mediterránea de los clásicos fue por excelencia la cuna de la oratoria como dominio de los argumentos y de la palabra para el mundo occidental. Miles de textos y estudios de todos los tiempos avalan este amor por el perfeccionamiento de la expresión verbal. Hablar bien es demostrar educación y cultura. Hilar los argumentos y las premisas hasta llegar a la conclusión es todo un arte. La oratoria moderna es una ciencia casi perfecta.
La opinión es por su propia definición subjetiva, porque enuncia un pensamiento interno más o menos elaborado y además está sometida a factores de pura vivencia personal, por eso cada uno cuenta la feria como le va en ella.
Lo que es indiscutiblemente cierto es que la opinión crea opinión. Cada opinante que habla aporta un punto de vista, una perspectiva, un nuevo ángulo de visión, un aspecto desconocido u obviado, por eso enriquece nuestro mundo la posibilidad de opinar.
La opinión conlleva crítica y análisis, se puede opinar a tontas y a locas pero sin ninguna validez, o con opinión autorizada de experto. Se puede opinar de las otras personas, de sus actos, apariencia o conducta, desde el cotilleo más vulgar hasta una valoración de su calidad personal y su mérito profesional. Opinamos sobre temas de sociedad, de política y políticos. Todo lo que nos rodea es opinable.
En su connotación económica la opinión que genera un producto en los consumidores puede llevar a una empresa a crecer indefinidamente o en caso contrario a su quiebra. Las modas en los temas cotidianos, ya sea del vestir, del comer, de los automóviles, etc. se forjan por la opinión de la generalidad y mueve montañas (de dinero sobre todo).
Los medios de comunicación son máquinas generadoras de opinión. Desde los historiadores y cronistas de quienes se hacían seguir los emperadores romanos en sus campañas bélicas, pasando por los cantos de los juglares que radiaban gestas lejanas y transportaban noticias más o menos fidedignas, hasta llegar a la manipulación torticera de la opinión por los dictadores del siglo veinte y por fin a la libertad, han tenido que pasar muchos siglos de perfeccionamiento de los mecanismos de formar opinión.
Hoy no podemos concebir nuestro mundo sin la posibilidad de emitir opinión sobre absolutamente todo, con el límite de la dignidad y los derechos de los demás por supuesto, sería la muerte social y vivir en el engaño de lo que nos quieran contar, como está ocurriendo en los países no democratizados. Tenemos mucha suerte pudiendo hablar para opinar, recordemos que no siempre se pudo. «Diario Palentino, 15 de enero de 2006»