La ocupación de lugares mínimamente habitables donde guarecerse y disponer de un techo para vivir es tan inherente a la raza humana como al resto de los animales de la naturaleza. Lo que ya no es común es la connotación política y reivindicativa de la ocupación que pone en la palestra la injusticia de que existan inmuebles vacíos y abandonados por sus dueños mientras hay personas y familias que no tienen donde establecer su hábitat.
Es lo que ocurre hacia los años sesenta del siglo pasado en varias ciudades europeas en las que la llegada masiva de estudiantes universitarios procedentes de un más amplio espectro social, crea una conciencia de reparto y uso de la propiedad privada, lo que unido al abandono y degradación de zonas urbanas e industriales muy próximas al centro y la explosión demográfica de la década, forman el cóctel adecuado para que el movimiento okupa se organice y arraigue. Sigue leyendo