Cami, Ana, hasta siempre hermanita

Ana Luisa María del Camino, mi tercera hermana menor.  Se fue, ayer, hacia otra morada.

     Al nacer sabemos que un día tendremos que abandonar este cuerpo prestado que habitamos para hacer nuestro viaje terrenal, lo que desconocemos es cuándo. Esta vez ha sido demasiado pronto y sin opciones. Pero todos venimos con un mensaje debajo del brazo y somos enseñanza para quienes nos cruzamos en el camino. La muerte de un ser querido es la mayor lección de vida, siempre hay algo que descubrir. Además de agradecer cada día la luz del sol y valorar el tiempo que nos queda, suele haber otros flecos por recortar, como la culpa; y si hubiera hecho otra cosa, y si no hubiera discutido aquella vez y si la hubiera dado muchos más abrazos. No ha lugar. Hacemos lo que sabemos y lo mejor que podemos en cada momento; aramos con los bueyes que tenemos, somos un poco de nuestra esencia y mucho más de cómo nos han ido indicando y cercenando desde que abrimos los ojos por primera vez, de las sensaciones que hemos percibido desde la infancia. Así miramos el mundo, así reaccionamos. Los años van sumando emociones dañinas que no hemos ventilado bien, nos cubrimos con un caparazón protector frente al dolor, pero el amor, que tiene que fluir en ambas direcciones, se tropieza con el escudo y no llega al interior. Nos hablaron de dar sin esperar nada a cambio, de poner la otra mejilla, de sacrificarnos in extremis, error, hay que dar con una mano y poner la otra sin pudor, para que se mantenga el equilibrio del sistema, porque quien se vacía dando se agota, no puede dar más y sin energía nada funciona. Debemos aprender a recibir lo bueno, porque lo merecemos por el mero hecho de haber nacido, por ser parte de la divinidad universal, no estamos solos. Queremos que nos enseñen a querernos, que nos escuchen y , sobre todo, que nos comprendan. Esto he aprendido con tu muerte, hermanita.

«Diario Palentino, 24 de febrero de 2019»

La hora de la cuenta final

hqdefault“Buenos y malos padres, vejez y funerales”

            La muerte nos vuelve al pensamiento de forma intermitente, es lo suyo, destino fatal. Pero cuando muere un ser querido que nos toca especialmente el corazón la reflexión es más profunda, adquiere tintes de dolor, toca el alma. Murió Tío Lalo, un hombre bueno donde los haya, y no porque sea el día de las alabanzas, hay consenso en este parecer como para pocas personas haya escuchado yo. Un hombre bueno en casa, lujo de padre,  esmerado compañero, cariñoso tío, buen vecino, alegre, positivo, trabajador, empático y sensible. No me paso, recojo el sentir general de quienes tuvimos la suerte de disfrutar momentos de su vida, encuentros de buen humor, apoyo moral, chistes, cariño destilando por los poros, todo lo que diera a la vida un subidón. En las coronas de flores sus amantísimos hijos y esposa le han brindado sendas leyendas: “Salud y hambre”, su lema de gozoso comensal, y  “El hombre que nunca dejó de cantar”, porque su hakuna matata era cantar, lo que fuera, cantos de la montaña o marineras, cuplés o sevillanas. En su interminable repertorio tenía una canción para cada momento, sobre todo después de disfrutar de una buena mesa. Tuvo una despedida alegre, a su gusto, como fuera su vida, cantando. Le cantaron sus hijos. Adíos Lalo.

            En el otro extremo de la reflexión encontramos otro tipo de hombre que malgastó su vida atacando a los demás, arreándoles como si fueran ganado. Padre perverso, azuzador e indolente que se hacía respetar a base de violenta autoridad, tan duro y cruel que en su goce perverso se jactaba de salir ganando con engaños, de estafar, de chantajear. Un hombre que con gesto impávido, e incluso media sonrisa cínica, perseguía a los débiles para hacerles sufrir hasta aplastarles dejándoles irredentos como si les hubiera pasado un bulldozer. A ese hombre nadie le cantó con amor, nadie vertió lágrimas verdaderas, le despacharon con los rituales al uso, eso sí, con una esquela muy grande y mucha pamplina impostada, era lo que había exigido en vida, calarradas de impostura, que se queme la casa pero que no se vea el humo, imponía el lema familiar. A su paso dejó una prole moralmente arrasada, desprovista de empatía, de sensibilidad, enfadada con el mundo y con una voracidad insaciable de aprovecharse de quienes tuvieran la desgracia de cruzarse en su camino, incluso entre ellos mismos. Ser de Luz o Ser de Sombra.

«Diario Palentino, 29/01/2017»

Religiones y guerras santas

jihad-suriah“El control de la mente por las normas moralizantes nos convierte en monigotes”

            Cada día la prensa se llena de noticias que de alguna manera tocan aspectos de las religiones. Las doctrinas morales impuestas sobre deberes y exigencias limitantes para con uno mismo y con el prójimo siempre fueron un pegamento de alta consistencia muy útil para conseguir controlar sin cadenas reales ni alambre de espino a ingentes masas humanas. “No hay peor cárcel que la del alma”. Cierto es que las religiones imponían cierto orden de convivencia en los grupos humanos con normas que abarcaban todos los aspectos de la vida cuando aún el derecho, las leyes propiamente civiles, no había nacido. Daban instrucciones para la familia, cómo llevarse con los vecinos y hacer frente a los enemigos, hasta para la higiene y la salud. Algunas religiones han evolucionado y otras se quedaron en la noche de los tiempos como si no hubiéramos pisado la luna ni superado la velocidad de la luz con la ciencia cuántica.

            La Guerra Santa ha sido y es el indiscutido instrumento de expansión y dominación. En principio se justifica en los dogmas como legítima defensa y deber moral, es decir, espada y conversión o guerra del alma, hay que defenderse del enemigo, llamado infiel, y convertirlo a la verdad más absoluta, que es la mía, por supuesto. Detrás de esas premisas se esconden, como siempre en la condición humana, intereses estratégicos, de dominación, de poder o crematísticos.

           En el catolicismo la cruzada terminó con la revisión hecha por el Concilio Vaticano II: “La Guerra Santa es santa si deja de ser guerra”. En el Judaísmo, los sionistas aún proclaman el derecho de todo judío de entrar en Palestina. En cuanto al Islam, su yihad está en fase de mayor virulencia. El Estado Islámico, el Daesh, Al Qaeda…, utilizan el Corán como veneno activo para conseguir terroristas aspirantes a mártires del paraíso. Cuánta sangre derramada en nombre de la cualquier fe, de cualquier radicalismo alienante y manipulador. No salimos del círculo maligno, la xenofobia crece con el miedo y la incomprensión. Un grupo de curas jesuitas imparte un curso para explicar que el Islam no es el salafismo y que tiene su interpretación positiva, seguro que en algunos aspectos sí, pero que nos lo expliquen despacio a las mujeres sufridoras de los efectos del patriarcado. Todas las religiones son discriminatorias, nosotras no ganamos nada con ninguna.

«Diario Palentino, 31/07/2016»