Si dicen los neurólogos que nuestro cerebro necesita veintiún días para asentar una conducta estable, una rutina o una creencia, pues no digamos lo que nos puede hacer una sesentena. No es extraño que las etapas del desconfinamiento se perciban como una amenaza, doble amenaza, temor al bicho que nos acosa y zozobra ante tener que dejar el nuevo espacio de confort que nos hemos visto obligados a construir. Muchas personas encuentran un problema en tener que salir de casa, hasta el punto de que algunos adolescentes preguntan si es obligatorio; se han construido un nuevo hábitat en las redes sociales, en los juegos, en la comodidad de su habitación donde a los molestos se les puede bloquear sin más. Las personas más mayores, los yayos, conscientes de su vulnerabilidad, tan machaconamente injertada en la mente por las autoridades sanitarias, temen más que a un nublado la hora de salir, para el verano ya veremos, dicen. A todos nos han puesto las pilas. Yo misma no me había percatado de que había pasado la sesentena, mi estado de salud no lo acusa y mi mentalidad se quedó en los cuarenta, de modo que el flashazo ha sido contundente al escuchar que el mayor número de contagios se aprecia entre los cincuenta y los setenta, ¡ojo! he dicho contagiados no fallecidos. En cualquier caso, nadie se ha librado de pensar en lo poco que somos, que un bichejo un nanométrico nos complique la vida. Pero la mente enseguida nos pone en ruta. Qué haré cuando esto pase, hacerme la estética, ponerme un implante molar, salir a ligar… Este tipo de retiros forzados parece que obra milagros, parejas que no se aguantaban ahora se adoran y viceversa, quienes ataban cortos sus dineros sueñan con tirar de tarjeta a muerte, otros muchos con recuperar su negocio o reinventarlo. Todo son tretas para despistar a la muerte, no me puedo morir tengo cosas por hacer.
Diario Palentino, 10 de mayo de 2020