Amsterdam, la libertad I/III

La ciudad de Amsterdam encarna todas las libertades personales, de conciencia, de religión, de pensamiento, de conducta, económica. Brilló con luz propia en el siglo XVII al ritmo de su Compañía de Indias que aglutinaba casi todo el tráfico de especias solicitado con ahínco por las sibaritas cortes europeas. Adoptó sin remilgos el calvinismo que permitía a sus habitantes, dedicados casi exclusivamente al comercio, mercadear sin las cortapisas del férreo catolicismo español heredado. “Los beneficios vienen de la mano de Dios” decían.

A lo largo de su historia la tolerancia ha sido su sino de identidad y así lo ha puesto de manifiesto acogiendo a proscritos, prostitutas, judíos, artistas, investigadores, extranjeros, homosexuales, marginales, okupas, y regulando antes que ningún otro país europeo, el aborto, la marihuana, la eutanasia y el matrimonio gay. Todo recién llegado es bienvenido e incluso, con tiempo, alojado.

Diamantes, quesos, tulipanes, tabaco, moda y diseño, antigüedades, cervezas y ginebras, arenques, coffee shop, mercadillos, molinos, iglesias y conventos convertidos en cafés, comercios o talleres, bicicletas por doquier y tranvías no contaminantes, forman parte del peculiar paisaje de una ciudad de vida libre, sencilla y rigurosamente respetuosa del medio ambiente. En su aspecto urbanístico no hay palacetes ni edificios lujosos, las ganancias se reinvertían en el negocio o se acumulaban. Los gatos duermen en los escaparates de los restaurantes, si los miras airada al verlos tan cerca de la vitrina de la comida, te dice el dueño que un gato siempre es signo de limpieza pues no cohabita con otros animales amigos de la humedad subterránea.

Al adentramos entre canales y puentes por las calles de la ciudad nos choca la perspectiva movida de sus edificios, las cumbres de las fachadas aparecen inclinadas hacia adelante como haciendo reverencia o asomándose curiosas a lo que ocurre en el nivel de los viandantes. En la parte más alta de su frente, antes de comenzar el tejado, un ostentoso gancho nos habla de la necesidad de almacenar las mercancías en los desvanes subiéndolas mediante poleas, por eso las fachadas se retiran dejando paso a los bultos que suben huyendo de las humedades a pie de calle de las superficies robadas al mar mediante diques.

Amsterdam duplicó su superficie en pocos años, uniendo con puentes sobre el río Amstel la multitud de islotes formados por los terrenos que se iban usurpando a las aguas mediante pilotes, entonces de madera, hoy de cemento y metal. No es de extrañar que buena parte de la ciudad se encuentre situada bajo el nivel del mar.

Los ventanales de las viviendas son amplios y estilizados, apenas tienen cortinas o cualesquiera otras cortapisas a la vista, también se habitan los sótanos y semisótanos pero nadie mira como vive nadie, salvo los que somos forasteros mesetarios castellanos, un poco impresionados de cómo una señora puede estar tranquilamente medio tumbada en su sofá tomándose una infusión mientras ve la tele en su salón ubicado debajo del nivel de la calle y sin cortinas. No cree que nadie la mire, o tal vez no la preocupa.

En la zona del Barrio Rojo las ventanas se ocupan con otro tipo de recurso mercantil. Es cuando el sexo se hace trabajo. No hay puerto sin burdel y como un negocio más, se dice que el más antiguo del mundo, en Amsterdam está a todos los efectos, regulado. Las chicas llegaron a la par que los marineros y se instalaron, el clero vino detrás a convertir a las pecadoras y acabaron haciendo consorcio de ganancias, acuerdo muy holandés. Para poder pecar sin cargo de conciencia las prostitutas mandaban a los marineros a la iglesia a comprar bulas e indulgencias. De los beneficios obtenidos en tal sociedad se construyó la iglesia dedicada al culto de San Nicolás, patrono y protector de la ciudad, hoy dedicada al culto reformado y conocida como la Catedral de Amsterdam, edificada a retazos, de ladrillos diversos y revestimientos varios, por supuesto sin sillares ni materiales nobles. En el suelo de puerta principal se puede ver una incrustación de metal con curioso motivo en el que una mano encadenada toca un seno femenino.

Es el punto de partida para entrar en el Barrio Rojo, distribuido en callejuelas y canales en torno a la Catedral. Aquí las ventanas se alquilan por horas a las chicas, no hay proxenetas, trabajan por cuenta propia. «Periódico CARRIÓN, 2ª quincena 2008″

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