Dimisionarios decepcionados

«Estos actores de obras inacabadas… ¿Diferencian «el partido» de su propia piel? o ¿Creen que son la misma cosa para servirse mutuamente?»

Chasco, desencanto, desilusión o frustradas ambiciones. Elegidos en las urnas que cesan antes de concluir su compromiso se van dando portazo. No es de recibo. Por supuesto que es imposible que en un partido político lluevan las designaciones a gusto de todos. En su seno quien más quien menos aspira a algo y sus fibras emocionales se alteran en mayor o menor medida según la fe, la pasión y la confianza depositada en ser el llamado, el elegido, con más o menos razones, con más o menos osadía, con más o menos criterio. El deseo es libre y la autoevaluación subjetiva.


Puede comprenderse hasta cierto punto que políticos que hayan dedicado su vida desde la juventud para lo que se da en llamar «hacer partido», tengan razones para sentirse heridos al ser desplazados por recién llegados de los puestos que estaban en su objetivo principal, para lo que han de dedicado horas y horas y horas de entrega y sacrificio. Pero no es justificación para dar un desplante a los electores que les han votado, que les han sido tan fieles a su persona como ellos a su causa, porque entonces en su campaña lo más honesto sería avisar previamente de la condición: «si no logro tal puesto me voy», pero irse dimitiendo y dejándolos plantados con su voto es por decirlo suavemente, descortés. El electorado los mira como a niños caprichosos; -Si no tengo la pelota no juego y ahí te quedes con el montaje y todos sus espectadores que yo trabajo para mí sólo-.

La creciente desconfianza es el paso siguiente. ¿Qué intereses defiende quién se levanta del asiento antes de acabar la función porque no le gusta el papel que le han dejado? Estos actores de obras inacabadas… ¿Diferencian «el partido» de su propia piel? o ¿Creen que son la misma cosa, y uno y otra se deben servir mutuamente en intereses recíprocos, en asociación simbiótica?

Aquí entra en juego otro debate. Cuando se decide una opción y se introduce conscientemente la papeleta ¿Qué se vota? Porque las ideas van colgadas de la personas que son su soporte y acaban identificándose. Los individuos portadores deben responder pública y privadamente de lo que transmiten, en caso contrario se convierten en mercachifles, fariseos, sepulcros blanqueados, como se quiera definir, que pregonan lo que sus hechos niegan. Rendir cuentas es el final noble y pertinente de todo encargo.

Los electores, aquellos que depositaron su voto personal en ese candidato, que tal vez no estuvieran muy convencidos o pertenecían a esos dos millones de fluctuantes, seguramente se sentirán utilizados, defraudados porque pensaron que votaban a quien representaba más o menos su punto de vista, su deseo de cómo deben ser las cosas, del modelo de sociedad que presumen mejor, y de pronto un ataque de egoísmo desbarata aquella creencia dejando el incómodo sabor, la sensación de haber sido cómplice de alentar un interés privado y particular.

La tentación de dimitir de un cargo público cuando el horizonte se pone complicado o excesivamente espinoso goza de cierta habitualidad en la clase política, pero la llamada de la responsabilidad, como merece cualquier contrato, cualquier compromiso, debe frenar ese impulso momentáneo de librarse de la carga y seguir cumpliendo hasta el último día lo firmado y pactado con quienes, a través del voto, colocan a determinadas personas en lugar querido o al menos aceptado por aquellas, que a nadie se obliga a presentarse a unas elecciones, lo que si obliga la moral pública democrática es a respetar rigurosamente las tareas y los plazos concertados con la seriedad de permanecer hasta cumplir el contrato.

Si Alberto Ruiz Gallardón, frustrado en sus ambiciones más íntimas, abandonase el sillón municipal entes de finalizar la legislatura, sus defraudados electores no le perdonarían, sería un mal remate, un desprestigio para su persona y la causa que representa. ¡Tanto remar para naufragar a la orilla! «Diario Palentino, 20 de enero de 2008»

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