«Todos los pueblos han cambiado la fecha de sus celebraciones principales para localizarlas en las épocas de más afluencia de dichos rechazados-esperados «forasteros»
En este clima que nos ha tocado vivir, algunos no entendemos ese preocupante fenómeno denominado calentamiento del planeta. Llevamos casi la mitad del verano y los días de altas temperaturas se pueden contar con los dedos de una mano. Dicen que las grandes ciudades catapultan a sus habitantes hacia zonas frescas y oxigenadas, pero eso solamente parece suceder de Madrid hacia el sur, en nuestras tierras castellanas el cuarenta de mayo aún no ha pasado, y chaqueta gorda nos acompaña encima.
En los mundos miniurbanos de la provincia comienzan, eso sí, las fiestas locales. Y aunque persiste ese rechazo primigenio y casi impulsivo de los moradores habituales hacia los que denominan «forasteros», sin embargo todos los pueblos han cambiado la fecha de sus celebraciones principales para localizarlas en las épocas de más afluencia de dichos rechazados-esperados «forasteros», porque una fiesta en febrero o marzo, dada la despoblación rural que nos aqueja es como aquello que decía de un entierro de tercera.
De modo que aprovechando la ¿masiva? afluencia de esos «extraterrestres» habitualmente no residentes, se aprovecha para festejar no solo las tradicionales de la patrona o patrono, sino también la del emigrante, la de la tercera edad, el homenaje al ilustre hijo de la villa de cada año, el de la infancia, el tour ciclista, la exposición de labores de las amas de casa y la actuación estelar de algún proartista local, que nunca será profeta en su tierra pero lo hace gratis. Todo se admite.
Antes, en los tiempos de la infausta dictadura, cuando casi hasta reírse estaba prohibido por la ley, el juego era poco menos que un atentado contra la moral pública, pero artimañas inventó siempre el diablo para defenderse e incordiar, así aparecieron los almendreros, quiénes vendían almendras alternativamente al juego del bote así que veían aparecer los tricornios de la guardia civil, a quiénes convidaban siempre a un paquetito de dichas garrapiñadas para que hicieran la vista gorda sobre lo que se guisaba debajo del tablero de media vuelta. Iban estos de pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta y eran más conocidos que el mismísimo alcalde, admitían a juego pequeñas cantidades sólo para divertimento. De aquella denominación y sus características quedó la designación para quienes nos pasamos de fiesta en fiesta, de pueblo de pueblo, como los almendreros.
Los preadolescentes, que ya comienzan a sentir en su cuerpo la rebelión y el ansia de libertad, van desaforados a los pueblos, porque allí la libertad se multiplica el horario se estira casi indefinidamente, toman la calle por su cuenta y no la dejan ni de noche ni de día, la permisividad es mayor que en las ciudades, los peligros son menores. Es la edad dorada de ir a los pueblos, luego a medida que cumplan años y no tengan que pelear su independencia con los mayores, irá desapareciendo ese furor rural de los primeros años de conquista de la libertad.
Los comerciantes y hosteleros se pertrechan para la avenida de gentes con ganas festivas, los alcaldes mandan barrer especialmente las calles, los albañiles y oficios locales no da abasto para dar gusto a tanto dominguero y «garrapatillo» que quiere hacer una barbacoa, pintar la fachada o colocar nueva antena.
Hay que aprovechar, pues, ese mes y medio escaso de luz y sol diurnos y noches más que frescas. Banderitas, música, excursiones, gastronomía, nadar un poco y saludar a los viejos conocidos cada día más viejos, como nosotros. Cargar las pilas, descansar y renovarnos. ¡Feliz verano! «Diario Palentino, 22 de julio de 2007»