«Hay atroces usanzas escondiendo prácticas vejatorias que suponen verdaderas barbaries atentatorias contra derechos fundamentales»
Para los entregados amantes y defensores de los usos y costumbres todo lo que sea tradición es casi sagrado. Por principio lo defienden, luego lo analizan y ya se verá que conclusiones quedan. Pero los usos y rutinas no son más que el reflejo de una sociedad, de una época, de unas circunstancias, son como sombras chinescas de la vida cotidiana de la grey, del grupo humano, del pueblo. Sus orígenes suelen ser desconocidos y remotos, se fueron incorporando al acerbo cultural propio de un pueblo, paulatinamente y en función de diversas circunstancias que la memoria colectiva ya no recuerda, se repiten miméticamente generación tras generación, considerándose traidores del ritual quienes se hayan parado a analizarlo con ojo crítico. La expresión «¡Siempre se ha hecho así!» es justamente la justificación de tantos hábitos que no tienen explicación.
Los traslados masivos de grupos humanos llevan entre sus ajuares el paquete cultural que los identifica entre sí y distingue de los otros grupos, sus bailes y canciones, su gastronomía, los ritos de las celebraciones familiares o sociales, sus creencias y religiones. Los antropólogos nos muestran cada día curiosos casos de mantenimiento a ultranza de tradiciones, algunas más perjudiciales que beneficiosas para sus usuarios. Por ejemplo existen poblados del mundo rural de China que siguen construyendo sus casas con tabiques de papel de arroz, a pesar de que cada temporada los vientos huracanados se las llevan volando, y todo porque son descendientes de una población procedente de lugares cálidos y vientos en calma, pero los moradores ya no recuerdan este origen y siguen reconstruyendo cada año sus endebles casitas de papel como hacían su abuelos y sus bisabuelos, y no han caído en construirlas más sólidas y resistentes para adaptarlas a las nuevas circunstancias ambientales ya centenarias.
Cuando la mortandad infantil era la mayor lacra demográfica, las madres se las ingeniaban para alimentar a sus bebés con lo que tenían a su alcance. La costumbre de masticar y ensalivar pequeños bocados de alimento que luego pasaban a la boca de la criatura tenía por objeto utilizar los escasos recursos aptos, triturarlos cuando no había «turmix», hacerlos digeribles con la saliva de la madre y comprobar si por su estado eran comestibles. Hoy las prácticas sanitarias proscriben semejante tratamiento alimentario sin embargo hay familias que, aunque sólo sea ocasionalmente, mantienen estos usos con toda naturalidad.
Hay atroces usanzas escondiendo prácticas vejatorias que suponen verdaderas barbaries atentatorias contra derechos fundamentales, como el ritual de las comadres desvirgando a la novia el día de su boda, o ese otro mucho más grave y arraigado de la castración femenina. El machismo duro y la dominación sobre los más débiles impregnan multitud de costumbres y tradiciones en todas sus manifestaciones.
En el lado opuesto, y por muchísimo menos que eso, hay determinados modos que se consideran simplemente poco «correctos» en la actualidad, y se destierran por mal miradas menudencias, por ejemplo aquella canción burgalesa tradicional que rezaba: «Al otro lado del puente la hierba no crece nada, porque la han pisado toda las locas de las criadas…» canción inventada y cantada por ellas mismas mientras tendían la ropa. El término «criada» padece destierro y menosprecio en el lenguaje democrático correcto.
Sin embargo, no solamente se consienten, sino que incluso se fomentan, animan y festejan espectáculos sangrientos como los Sanfermines en Pamplona. Multitud de jóvenes corriendo enloquecidos delante de las reses bravas, cientos de ellos heridos, algunos muertos. Es lo que se puede definir como un peligro público de patrocinio oficial. «CARRIÓN, 16 de julio de 2007»