«El ejercicio ciudadano de emitir el voto responsable no puede convertirse en un acto reflejo condicionado por rutinas históricas o costumbres familiares»
Aunque podemos presumir, sin duda y ni sonrojo, de la riqueza léxica del idioma castellano, de su inmenso alcance geográfico, de su posibilidades literarias y del inconmensurable número de hispanoparlantes que la utilizan como lengua esencial o materna, sin embargo no podemos pasar por alto que también oculta sus trampillas, sobre todo a nivel de fonética, es decir, de sonidos en la pronunciación de las palabras. Todos recordamos en mayor o medida aquellas flagelantes reglas ortográficas que repetíamos cada día en el cole acompañadas de algún soniquete cantarín para mejor recuerdo: «hasta con h preposición, asta sin ella cuerno señor», vaca-baca, pollo-poyo, etc.
Igualmente, términos como los del título de este artículo pueden significar resultados diametralmente opuestos si en vez de verlos escritos los escuchamos verbalmente, sobre todo en las fechas que nos ocupan de precampaña electoral. Pues aunque suena igual no es lo mismo decir: «Hay que votarlos» que «Hay que botarlos».
Si acudimos al diccionario de nuestra Real Academia, esa que limpia, fija y da esplendor al idioma castellano, nos encontramos con las siguientes definiciones: «Botar: arrojar, tirar, echar fuera a alguien o algo». Sin embargo si buscamos la definición de «Votar: Dar su voto o decir su dictamen en una reunión o cuerpo deliberante, o en una elección de personas». Desde luego queda claro que no es lo mismo. Hay que votar a los que queremos y botar a los que nos perjudican.
Hablando de votar, ahora, dentro de pocos días, se nos ofrece de nuevo la ocasión de renovar los votos, o lo que es lo mismo de ratificar nuestro compromiso con el sistema democrático que por fortuna podemos disfrutar desde hace casi treinta años. Y el ejercicio ciudadano de emitir el voto no puede convertirse en un acto reflejo condicionado por rutinas históricas o costumbres familiares, salvo que corramos el riesgo de contestar como aquel cura que cuando le preguntaban si su decisión había sido vocacional siempre contestaba que él era cura por tradición, porque lo fue su padre y lo fue su abuelo.
La gran magia de la democracia es que para verla en su esplendor hay que mirarla desde larga distancia, como los cuadros impresionistas que funden el color de la pincelada suelta en nuestra retina. A simple vista sentimos la tentación de pensar en la nimiedad de un voto, y cavilamos ocurrencias como que un voto no es nada, que da igual ir que no, o total que más da. Eso, si no caemos en aquello otro que nos ruge al oído los singulares tópicos de temporada que parecen asegurar: todos son iguales, promesas que no cumplen, van a lo suyo, etc.
Y ahí es cuando aparece el momento de aplicarse la famosa máxima de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Si los votantes son inteligentes, responsables y cumplen su deber, tendrán un gobierno adecuado a sus intereses. Por el contrario si los ciudadanos llamados a las urnas remolonean, dudan, vaguean y desprecian la oportunidad que se les da de elegir, entonces merecerán unos gobernantes que velarán por los intereses propios de ellos, no los de la gente.
Ante unos comicios electorales la pasividad es un pecado contra el deber democrático, sobre todo en tiempos como los que vivimos estos últimos años cuando hay grupos políticos y sectores sociales perfectamente organizados, sincronizados y dirigidos que pretenden a toda costa desmerecer las instituciones democráticas, para conseguir que unos cuantos miles de incautos ciudadanos se desilusionen y se queden en casa abúlicamente mientras los suyos, los concienciados y debidamente adiestrados, sigilosa y disciplinadamente, acuden a arrimar el voto a su sardina de poder para avanzar terreno y disponer de más merienda. No es que sea un juego limpio pero ahí está hoy día asentado sobre el tapete. El demócrata convencido deberá mantener ojo avizor para no padecer el engaño oculto debajo del disfraz.
Son días de revuelo y avasalle, lo importante es delimitar y distinguir los dichos de los hechos. Prometer cualquiera sabe, cumplir, unos lo hacen mejor que otros. «Periódico CARRION, 2ª quincena de abril, 2007″