«Lo que nos gusta o disgusta, lo que está bien o mal, lo que nos engancha o nos tira para atrás, todo o casi todo, es cultural»
Estamos hechos de pasta voluble, de razones y sin razones, de sentimientos variables y contradictorios, a veces confusos. Tan pronto amamos como odiamos o nos enganchamos a las personas, a los animales o a lo inanimado incluso. Somos pues poco fiables, nos traiciona el subconsciente cuando no la propia naturaleza.
El amor más allá del instinto requiere un aprendizaje, que alguien nos diga como funciona, como se ejercita y de qué modo se expresa. La amistad tiene un número casi infinito de grados, desde el todo incondicional hasta el mero conocerse pasando por una variedad interminable de traiciones y recelos insinceros, de idas y venidas, de confianzas y desconciertos.
Leía ayer en algún semanario al uso, que un chino desilusionado y cansado de no entenderse con ninguna pareja después de múltiples y vanos intentos, había pedido contraer matrimonio consigo mismo. La propuesta no deja de ser tan extravagante como inútil pero nos hace pensar que si no aguantó a ninguna persona o nadie lo aguantó a él, seguro que tampoco consigue soportarse a sí mismo.
Cada vez somos raros y menos tolerantes. Cuantas más posibilidades de elección entre distintas opciones, más exigentes. Lo veo cada mañana en la panadería: barra francesa, fabiola, chapata, guerniquesa, baguette, torta, hogaza o pan de pueblo, cada modelo además en versión integral, con sésamo, cominos o sabor a nuez, bregado o sin bregar. Es un verdadero reto decidir que pan nos iría mejor para la salud, para la digestión, para la piel, o para regalar el sentido del gusto, si además añadimos aquello de más cocido o menos cocido, acabamos de gastar un montón de fósforo cerebral solamente en esa pequeña elección matutina. Desde que era niña siempre admiré la infinita paciencia desplegada cada mañana por las panaderas para dar gusto, pieza a pieza y a cambio de unos céntimos, a tan exigentes consumidoras cotidianas.
El ejemplo es tan solo eso, un ejemplo, trasladable a todo lo demás que es objeto de consumo humano en la sociedad del bienestar, incluidas las mascotas. ¿O porqué creen que se protege ahora tanto a los animales de compañía mientras se siguen destripando focas en vida para hacer abrigos?, porque las mascotas forman parte del consumismo humano, no porque nos las comamos pero si porque aprovechamos de ellas lo que nos pueden dar: cariño, compañía, fidelidad, etc. son seres vivos convertidos en bienes de consumo y por tanto su venta, transporte, manipulación, trato y finiquito requieren una regulación ad hoc para proteger la salud y la sensibilidad de los demás consumidores antes que la del propio animal. En Centroáfrica se consume carne de mono a cañón y salvo las voces de la conciencia ecologista nadie se remanga para prohibirlo.
Y es que lo que nos gusta o disgusta, lo que está bien o mal, lo que nos engancha o nos tira para atrás, todo o casi todo, es cultural. Cultural entre comillas, no porque sea culto sino porque suena a correcto socialmente, es decir snob, queda bien, viste, da nivel. El esnobismo nos está ganando la partida. La cocina «avanzada», «de diseño», «de autor», está bien, es otra forma de arte y puesto que la gula es uno de nuestros pecados capitales cuidar la mesa y el alimento es signo de refinamiento, pero bajo esa capa de «creacionismo» y en un intento de creatividad genial, también aparecen «artistas» que después de darte un sablazo en euros te mandan a tu casa a rematar la faena gastronómica con un par de huevos fritos de madrugada.
Amamos los tipos que nos vende la publicidad: cuerpos altos, delgados, bien musculados, nos dan lástima los prototipos que no cumplen con la estética marcada, moriríamos de angustia existencial en los años veinte del siglo veinte en que se llevaban las carnes sobradas como símbolo de salud. Nos hacemos adictos a cualquier tratamiento que nos conserve físicamente como mandan los cánones. El negocio de la moda y la belleza están garantizados. Ahora pagamos para dejar de comer y que nos quiten kilos, flacideces, canas, granos, arrugas, años en fin.
Pregunto, ¿Y si para conservar el equilibrio saludable que los romanos predicaban en sus estadios, cultivásemos también el espíritu? . «Periódico CARRIÓN, 1 de marzo de 2007».