«El gen feminista aún no está catalogado en la cadena biológica humana y las protestas anuales, cada ocho de marzo, comienzan a formar parte del paisaje del calendario de pared»
Los avances sociales suelen ir a trompicones, más lentos si se trata de igualar situaciones desequilibradas entre sectores de población. Las sociedades aceptan de buen grado e invierten con rapidez en conseguir equipamientos tecnológicos. En muy pocos años nadie, salvo unos pocos integristas soñadores de utopías, prescinde del microondas, del teléfono móvil, del «ordenata» y otros inventos que mejoran considerablemente el vivir día a día. Es más, ante su carencia en determinadas circunstancias la dependencia nos derrota el ánimo y nos sentimos un poco mermados en el bienestar, lo más sagrado entre las prioridades vitales del horizonte sobrado.
Pero los privilegios son invisibles, nadie los ve, se disfrutan como si fueran algo normal, habitual. Quien tiene una situación social, económica, cultural, familiar, racial, etc. holgada, normalizada, plena de seguridades y saludable, nunca se pone en el lugar del «otro», del que carece de algún elemento fundamental del bienestar. Hombre blanco en activo y habitante del hemisferio norte occidental, es el prototipo privilegiado por excelencia, tan solo teóricamente dispuesto a ceder «algo» de sus privilegios a favor de una convivencia pacífica y realmente igualitaria. Y digo en teoría porque es muy duro bajar voluntariamente del poder personal y ceder parcelas de privilegios para tender la mano en paridad a los de otras razas, sexo, nivel cultural, etc.
Cada día lo vemos en directo, medimos por lo que vemos a través del cristal que nos coloca el entorno. Cada vez somos menos solidarios y más incapaces de comprender, o por lo menos de esmerarnos en entender. Desde nuestro sillón opinamos cruel e irreflexivamente ante las noticias que nos sirven cocinadas y en bandeja: Para la mujer maltratada sentenciamos: «¡Que no lo aguante, que se vaya, que le mande a freír espárragos…!», así tan fácil, tan simple, tan sencillo, casi damos por sentado que las victimas de malos tratos son tontas, dejadas, masoquistas.
Desconocemos u olvidamos que de los habitantes de la tierra dos tercios se encuentran en insoportables niveles de pobreza, pero de ellos el ochenta por ciento son mujeres. Queremos ignorar, deliberada o inconscientemente, que en nuestra opulenta sociedad del sumo consumo también el ejército de pobreza está formado por muchas mujeres, viudas, separadas, con cargas familiares, víctimas de malos tratos de guante blanco, anónimas en el mundo urbano, supervivientes en el entorno rural.
Y si pasamos a analizar el mundo de la empresa nos encontramos con que menos de un diez por ciento de los puestos de nivel superior son mujeres y las que los ocupan lo hacen en concepto de dueñas o herederas de la empresa familiar, pero si han llegado solitas con su esfuerzo entonces ganan un treinta por ciento menos que sus colegas hombres en puestos asimilados. Y si echamos un vistazo al Parlamento europeo vemos que en la presente legislatura ha disminuido en vez de aumentar el número de representantes femeninas. Y sin embargo en el mundo universitario se licencian y con mejores expedientes académicos las chicas que los chicos. Se van perdiendo por el camino de la injusta desigualdad selvática.
Y si nos detenemos en el mundo de la política, contemos por curiosidad los y las cabezas de lista, los números uno, los dirigentes de la cúspide, porque el global de las cifras tan pomposamente comunicadas siempre está adulterado con los cómputos totales de listas de candidatos que incluyen hasta la última suplente sin ninguna esperanza de vida política activa. Y si a esta realidad añadimos esa reiterada preferencia del partido de turno por colocar una «cabeza de turca» ante la garantía absoluta de perder estrepitosamente frente al contrincante varón, entonces ya la instrumentalización útil se define por sí misma. Las cuentas están hechas, si hay que quemar al alguien del partido, que se queme una mujer y además se vende como igualdad. De oficio: «camicace» o menos es nada porque los puestos de salida están bunquerizados para los hombres.
El gen feminista aún no está catalogado en la cadena biológica humana y las protestas anuales, cada ocho de marzo, comienzan a formar parte del paisaje del calendario de pared, que vemos como si no. Y para fantasiosa igualdad que se lo pregunten a la mujer habitante de nuestro mundo rural.
Todo es cuestión de formas. Hoy ya nadie se autodeclara machista, nadie defiende abiertamente una supremacía por razón del sexo, y el que lo hace es marginado y mirado con extrañeza o rechazo, pero no nos engañemos, un inconmensurable número de hombres no solo piensan en clave de superioridad, sino que en su fuero interno desean que las cosas no cambien nunca porque están muy cómodos en el estatus de ordeno, mando, me atienden y disimulo. La pelea cotidiana de las mujeres por la equiparación efectiva y real sigue siendo asimétrica y desigual. «Periódico CARRION, 1ª quincena febrero 2007»