«Nos hemos creado una dinámica engañosa y adictiva que sustituye al enriquecimiento de sentarse a sentirse»
Con la levedad de una hoja que se lleva el viento, la mágica noche de los reyes magos pasa página y de nuevo nos ofrecemos víctimas a la pertinaz insatisfacción, sucumbimos a la compulsión irremediable de gastar más y más dinero en objetos inútiles, superfluos e innecesarios para intentar satisfacer ese remusguillo de vacuidad, de simpleza, de querer obtener desde el exterior la riqueza inmaterial que somos incapaces de generar internamente.
Nuestras fuentes de interioridad están secas, no hay nada dentro de nosotros, nuestro pensamiento existencial se aletarga ante la hiperactividad adquisitiva. No somos descreídos por propia convicción, lo somos por abandono, por desidia, por dejadez del cuidado del alma, el consumo mina nuestra voluntad y nos mece en un mundo de falsas imágenes de bienestar, como una auténtica droga.
Nos hemos creado una dinámica engañosa y adictiva que sustituye el enriquecimiento de sentarse a sentirse por la estimulante ocupación de revolver en las ofertas para encontrar esos chollos que nos hacen sentir momentáneamente competitivos, cazadores de las mejores piezas. Más luego, cuando se pasa el caliente y se percata uno de la propia simpleza, de la inutilidad del empeño y de la merma de la cuenta, el sentimiento es de frustración, de levedad por haber sucumbido incautamente ante las insaciables fauces de la publicidad mercantil y comercial.
Los estudiosos del mercado tienen cada vez más claro que la insatisfacción íntima personal del habitante de la zona del bien vivir y del sumo consumo tan sólo disipando más y más sus recursos disponibles mitiga su desazón, de modo que cuantas más oportunidades faciliten las compras más se venderá, y cuanto más compre peor se sentirá cuando se le pase el efecto alucinógeno. Porque es ingenuo pensar que quien vende algo lo hace por nuestro bien, para que estemos mejor, para que nos sintamos felices, ese es solo un objetivo instrumental para que compremos más, gastemos más y quien vende obtenga mayores beneficios, que es el auténtico y ultimo fin del mercado, lícito desde luego.
Para que todos lo tengamos fácil, hoy domingo, sin sosiego ni relajo, de nuevo nos lazaremos a las zonas comerciales abiertas o cerradas, próximas o alejadas, para comprar más y más, acaparar, amontonar y gastar nuestro dinero compulsivamente, ese que tanto trabajo nos cuesta ganar y que con tanta tacañería miramos cuando se trata de aportar a la comunidad a cambio de los servicios públicos que recibimos. Así es nuestra contradicción económica, así es nuestra contradicción vital. Si tengo que hacer cola ante un servicio público gratuito protesto y me quejo, sin embargo soporto estoicamente demoradas esperas para pagar en la caja de un establecimiento.
Imaginemos por un momento que el Carrefour fuera un SP de alguna administración, habría que ver las conductas airadas, escuchar las protestas y reclamaciones por las colas, los escritos al Defensor del Común y a la Unión de Consumidores, las llamadas de queja a la radio, etc.,etc.,etc. pero como es pagando y voluntariamente soportamos pacientemente con la mirada vacía puesta en un infinito imaginario y abstracto que nada nos dice y al que nada pedimos.
Comprar como entretenimiento y como diversión, sin creatividad, sin imaginación, ir a pillar lo que sea, por el precio, por su inutilidad, «por si acaso…», a veces incluso mejor si ya está viejo o lo aparenta, pues la abundancia no nos permite llegar a gastar algo hasta su vejez, tenemos que adquirirlo ya usado o ficticiamente usado, aunque tengamos que pagar más por ello.
Ante éste paisaje coyuntural nuestros pequeños mundos urbanos diluyen su vitalidad entre mercaderías, carteles, ofertas, invitaciones al gasto. Las ciudades hoy no huelen a nada, ni a naturaleza, ni a mar, ni a industria, ni a humanidad, ni a sentimientos, son urbes desprovistas de olor y sabor, carentes de cualquier mensaje que no suene a caja registradora, a embalaje de rebajas, a visores ópticos leyendo tarjetas de crédito que empeñarán el salario de los próximos meses. ¡Dios proveerá! El dinero nunca se pierde tan sólo cambia de lado, el más listo lo encontrará. «Diario Palentino, 7 de enero de 2007»