Agua, por favor

Las organizaciones de consumidores debieran reivindicar en los foros europeos e internacionales una tabla de derechos del viajero que incluya el agua como derecho fundamental: «Dar de beber al sediento».

Que el agua va convirtiéndose en un bien escaso hoy día es ya aserto indiscutible. La normativa de libre mercado, es decir el liberalismo económico, se basa en la regla de que a mayor demanda y menor oferta más carestía. Pero, aunque la situación es llamativa en las zonas mas secas del planeta, aún no hemos llegado al extremo de pagar el agua a precio de oro, y esto me recuerda aquella bonita fábula, editada en México o Buenos Aires, que circulaba clandestinamente en la universidad franquista y se titulaba El Mercado, de Edward Bellamy, en la que los aguadores de sombrero de fieltro construyeron un depósito y compraban cada cubo de agua por un céntimo y lo vendían por dos, hasta que la sed de sus pobladores se hizo insoportable y fue necesaria una revolución para colectivizar un bien de interés general que la madre naturaleza suministra para todos sus hijos por igual, no para el enriquecimiento abusivo de unos pocos.

Pues bien, la normativa europea exige que antes del 2010 en la zona euro el precio del agua debe ser ajustado a su coste, es decir no puede ser un servicio público deficitario como lo es hoy en día para la mayoría de los ayuntamientos de España, norma que hasta cierto punto parece aceptable, quien más consuma que más pague, es una opción proporcionada y justa.

Pero yo no venía a hablar de ayuntamientos aunque me traicione el subconsciente por deformación profesional, sino de precios del agua, sobre todo ahora en verano que nuestras necesidades hídricas aumentan. Y es que hay un tema que sin darnos cuenta hiere el ánimo y los bolsillos del viajero, turista o desplazado a lugares de veraneo, y es el tema de la bebida.

Cuestión verdaderamente lingüística y filosófica a dilucidar. Dicen los catálogos de los tour-operadores, alojamiento MP o PC, traducido: media pensión o pensión completa. El viajero elige a su gusto sin pararse a meditar sobre el pequeño detalle de la bebida, sí o no incluida, normalmente apuntado en la letra pequeña  del condicionado general en las cláusulas de adhesión del contrato suscrito al aceptar y pagar el paquete (¡vaya nombre!) turístico.

Si ingerir es meter alimentos por la boca (beber, comer, engullir, tragar), parece que para el turismo la ingesta se refiere solo a sólidos y no a líquidos, de modo que cuando te sientas a comer tu menú contratado llega el camarero y te dice que la bebida se paga aparte, y tu que vienes de la playa con lo puesto hechas mano al bolso y te quedas de piedra. Hasta cierto punto es lógico, el sibaritismo de cada cual haría el precio incalculable, ¡pero el agua! ¡Por Dios! el agua no se puede vender a precio de champán francés ni rioja de reserva sin caer en la inmoralidad más absoluta. Cada botellita de agua de entre treinta y tres centilitros y un litro, puede costar de tres a seis euros, el grado de abuso lleva ésta misma proporción.

Antes se comentaba, ignoro si por ley o por tradición, que con la comida entraba una jarra de agua potable, pero parece que ahora el abuso ha derogado las buenas costumbres y el pasaje de La Samaritana se ha quedado como reliquia para la Historia Sagrada. Es más, una especie de consigna secreta ha convertido al bebedor de agua adulto, aunque sea bien pagada, en objeto de miradas aviesas y despreciativas, las reverencias serviles se destinan a los consumidores de bebidas caras y, con suerte, la indiferencia para los de sano beber.

Pero, porque a simple vista parece tema baladí hablar del consumo humano de agua en las comidas, nadie se ocupa de este tan pequeño como importante detalle. Las organizaciones de consumidores debieran reivindicar en los foros europeos e internacionales una tabla de derechos del viajero que incluya el agua potable como derecho fundamental: «Dar de beber al sediento», así no volveríamos de nuestros viajes de ocio con sed de justicia. Si al menos ese exagerado sobreprecio revirtiese en mejorar la calidad de vida de los dos tercios de población mundial que no puede ir de vacaciones, nos justificaríamos los de la zona del bienestar, como solemos hacer para mitigar esas nuestras laxas conciencias.  Periódico Carrión, agosto 2006

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