“Especimenes de esforzados e ilusionados repobladores dispuestos a invertir los ahorritos de su trabajo cotidiano en nuestros núcleos rurales castellanos”
Por azares del destino, uno acaba encontrándose con los de su grey como si de una fosa de decantación se tratara. Así andando los días y los años, casi hemos acabado formando un club de utópicos campestres damnificados por la incomprensión de los paisanos.
Hoy que está tan de moda hablar de la despoblación rural, existen sin embargo unos aguerridos y valientes grupos humanos de voluntariosos repobladores que pueden teóricamente clasificarse en varios tipos. Uno está formado por aquellos que sin ser naturales del pueblo, quieren recuperar esas lejanas y dulces raíces, mentadas, comentadas y hasta mitificadas en las pequeñas e íntimas historietas familiares de algunas generaciones atrás. Otros que nacieron y salieron de su lugar de origen casi el mismo día en que se pierde en su memoria la primera infancia, la primera casa en que vivieron con sus padres sometidos, tal vez, a destinos caprichosos. También quedan esos que no recordando en su genealogía antecedente pueblerino alguno, quieren “tener pueblo”, tomar contacto con la naturaleza campestre y primigenia que les evoca ese origen ancestral que tan solo persiste en la memoria común y compartida del subconsciente colectivo de la especie, y constituyéndose en presas de un sopor bucólico y sin criterio preferencial alguno, salen cada domingo a buscar un pequeño poblado rural donde comenzar una experiencia oxigenante de la vida de la gran ciudad. Por último, y simplificando mucho, los que se fueron sin querer y con la morriña de tenerse que marchar para poder prosperar en la vida y superar a sus ancestros, son esos que estuvieron siempre pensando en volver, y vuelven. También, aunque los menos, algún que otro desesperado, inmigrante o desarraigado de lejanas tierras, que intenta sobrevivir y sacar su familia adelante en presuntas hospitalarias tierras según trasnochadas leyendas.
Todos estos especimenes de esforzados e ilusionados repobladores dispuestos a invertir los ahorritos de su trabajo cotidiano en nuestros núcleos rurales castellanos, deben proveerse de un escudo defensivo y mantenerse vigilantes, ojo avizor, frente al rechazo y desconfianza de algunos, pocos pero pertinaces paisanos que despliegan una suerte de arrogancia de viejos pobladores con obsesivos superpoderes en su creencia de ser dueños del suelo, del vuelo, del aire respirable y de la naturaleza toda entera. Desde miradas suspicaces hasta persecuciones implacables, se despliega toda una escala de conductas cuasi hostiles con un objetivo único en el punto de mira: el forastero, el intruso.
En un reciente cónclave de sufridos repobladores, un amigo a la sazón apasionado amante de la Montaña Palentina y cuyo nombre no miento por temor a que por mi culpa vea incrementada su ya intolerable persecución, en leguaje depurado y tono paciente hacía la siguiente reflexión: “Sí tanto se habla hoy en día del problema de la despoblación y sus posibles remedios, ¿Porqué a los que venimos a levantar o rehabilitar asentamientos se nos persigue con ahínco?”.
Frecuentemente en los espacios de participación abiertos a los lectores de prensa escrita aparecen espontáneos que o bien se quejan de ser perseguidos o bien son la parte perseguidora. Hablando de éste tema en una tertulia improvisada, mi amigo antes referido propuso la idea de constituir un club de perseguidos, es decir de damnificados por la incomprensión y la xenofobia que se desata contra todo aquel que pretenda poner un ladrillo en nuestro mundo rural.
Ya por el mero de hecho de pedir una licencia de obras se nos viene a la cabeza la temible imagen de aquellos vaqueros de la pelis del oeste que nos ponían de sobremesa dominical en el único canal televisivo existente por entonces; el valentón enardecido sacaba al unísono los revólveres de sus cartucheras y clavando una mirada desafiante tronaba aquello de “¡Forastero, no oses pasar tus ganados por estas tierras!”.
Por supuesto en pleno siglo XXI ha cambiado el formato, adoptando en versión moderna una hechura burocrática como corresponde a un Estado de Derecho. Afortunadamente las pistolas se han cambiado por documentos escritos, son frecuentes las denuncias de particulares que generan requerimientos, expedientes y todo un elenco de actuaciones formales que obligan continuamente al nuevo poblador a defenderse de la acusación injusta y a demostrar una y otra vez que todo está en regla y que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. “Periódico Carrión 1ª quincena , mayo 2006”