Futuro rural

“A los castellanos se nos han pegado las sábanas, sumidos en ácaros imperiales no hemos andado listos ni agudos para defender lo nuestro”

Si hay una peculiaridad propia del carácter castellano ésta es la paciencia. La capacidad de aguante y sacrificio unidos al conformismo y la imperturbabilidad nos han llevado a donde estamos, es decir a ninguna parte.

Y ninguna parte se puede encontrar en muchos de los pequeños pueblos de una tierra que aleja a sus hijos de su lado, que merma año tras año, que hace eco cuando la voz se levanta apenas del susurro. En una tierra que camina hacia atrás sin esperanza, donde los comercios cierran, y los bares, y las oficinas bancarias, y la maleza cierra los caminos junto al río porque nadie pasa. Todo se va reduciendo como en un cuento macabro.

Más lo peor de todo es la certeza de un futuro inexistente. Tierra de incrédulos, o descreídos, de pacientes labriegos siempre esperando a que llueva el pan del cielo y negando, o tal vez temiendo la posibilidad de que acaso no caiga ni agua ni pan. Nuestra mentalidad no ha cambiado.

A los castellanos se nos han pegado las sábanas, sumidos en ácaros imperiales no hemos andando listos ni agudos para defender lo nuestro, hasta los legendarios gallegos nos han adelantado. Desde la solana los viejos apoyados en sus cachas han estado observando en introvertido silencio y ceremoniosa parsimonia como los vehículos de motor fueron alejando la savia nueva de sus pueblos. Ante el desolador panorama que se avecinaba, los padres de frente arrugada y quemados por el sol de la mañana alentaron a sus hijos para que buscaran otra vida menos sacrificada. Las madres de manos duras y deformadas aleccionaban a sus hijas mientras cavando el huerto o lavando la ropa a mano, les cantaban las ventajas de ser señoritas de tacón y media fina en la ciudad asfaltada. Y cómo junto a la escasez también crece la mezquindad defensiva, la intolerancia y la meticonería, pues resultó que la falta de libertad personal, individual y social sirvieron para cocinar el caldo de cultivo del sueño de la huída.

Nuestros pequeños pueblos mueren sin remedio. Los ojos ya acuosos de los abuelos hace tiempo que lo adivinaron, pero como buenos supervivientes de su medio, adiestrados duramente en el recato, jamás osaron verbalizarlo bajo riesgo de ser acusados de traidores o de augures nefastos. En muchos pueblos no hay niños, en algunos puede que haya uno o dos, para que no se olvide la evolución de la especie. Los demás vecinos suelen recordar con pelos y señales cuando nació el último habitante.

Todo ello se une a un cambio importante en la propiedad y en la ocupación laboral. Castilla mantuvo durante siglos la pequeña propiedad, repartida en muchas manos desde sus orígenes en la Repoblación del valle del Duero, allá por el Medioevo, pero los nuevos requerimientos de modernización del campo y la necesidad de afrontar sistemas productivos mas racionales y mecanizados, hacen que la propiedad se concentre dando lugar a grandes explotaciones, y por ende a menos amos que a su vez necesitan menos mano de obra y menos jornadas de trabajo gracias a la ayuda de la maquinaría pesada. Las minas se fueron cerrando, las industrias que alojaban numerosos puestos de trabajo se desmantelaron de aquí para instalarse en lugares oficialmente más acogedores y hospitalarios. Mientras todo esto ocurría nuestros políticos distraídos miraban para otro lado en vez de haberse dado cuenta de las consecuencias y arbitrar, facilitar y promover nuevos desarrollos alternativos.

Pero no fue así, no hubo previsión, ni planificación, ni medidas, ni remedio. Y ahora que se ve el inmenso agujero vienen los lamentos, el crujir de dientes y los intentos fallidos de remiendo. Después de ida la liebre, palos en la madriguera.

Y ese es el fondo de nuestra despoblación. Se fue cigarra en vez hormiga. Si en vez de espantar y no atraer industrias se hubiese sido previsor en su día, no hubiera cundido el desaliento en los habitantes de nuestros pueblos. Sí hubieran podido acceder a un medio de trabajo decente y digno cerca de su casa nunca la hubieran abandonado, a nadie apetece el desarraigo.

Durante muchos años esta tierra castellana ha sufrido la torpeza de quienes se han empeñado en poner trabas, obstáculos y palos en las ruedas ante cualquier iniciativa de crecimiento. La ayuda oficial nunca existió más que en la publicidad, y sin embargo sí tuvo y tiene su contundente vigencia la pertinaz persecución burocrática como muro insalvable ante el impulso, el avance y el progreso. «Periódico CARRIÓN,  1 de abril de 2006»

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