Ser joven en un país de viejos debe conllevar harta dificultad.
Si la juventud es todo euforia, potencia, valor, ganas de hacer para sí y para los demás, para el mundo circundante y para todo el entorno, desempeñar estas funciones en un entorno excesivamente mayor parece realmente complicado. El nuestro es ya un país, no vamos a decir de viejos, pero si de maduritos en cuanto al sosiego y relax de espíritu que proporcionan la edad y el bienestar. El paso de la frontera de los cuarenta años, además de comenzar a estropear los cuerpos va relajando paulatinamente los ímpetus juveniles, proporcionando la fuerza del saber, la seguridad en uno mismo, abre el camino hacia el análisis de un ecuador que casi siempre desemboca en la conformidad con el balance conseguido, aunque sea como mecanismo de defensa ante lo obvio e inevitable, y produce esa serenidad a veces gélida que reduce las carcajadas y da otro brillo, digamos de lucidez, a la mirada. Este avance personal nos dirige en su cara opuesta hacia el inmovilismo, ese cierto grado de cerrazón e intolerancia con los demás que nos hace conservadores con las costumbres, desconfiados con las novedades y amantes histéricos del silencio, del orden y de la cómoda rutina.
En España somos cuarenta y cuatro millones de almas, de los que en nuestra desértica comunidad autónoma habitamos tan sólo dos millones quinientos mil. Pues bien, solamente un 37% de los castellanos leoneses tiene menos de treinta y cinco años, es decir que el 63% son mayores de esta edad, y esa proporción se percibe hasta andando por la calle.
Para nuestros jóvenes es difícil encontrar trabajo aquí, por supuesto, pero encontrar vida y libertad no lo es menos. A los desconfiados ojos de los más viejos castellanos, los jóvenes de hoy son casi una amenaza, visten desarrapados, con peinados raros, beben, trasnochan, hacen ruido, molestan, y al oír estos comentarios una solo puede ver que traslucen una enorme dosis de envidia insana. Envidia por la juventud perdida, envidia por la libertad no disfrutada, envidia por el bienestar actual. Y entonces es cuando comienza aquella a aburrida cantinela de “En mis tiempos… éramos respetuosos, temerosos de Dios y de la autoridad, trabajábamos duro, etc…” pero se les olvida añadir la hipocresía, la falsedad y el retorcimiento que eran necesarios para sobrevivir en aquél constreñimiento de bienes materiales y de esclavitud espiritual.
Pertenezco a una generación en la que los jóvenes empujábamos por el ímpetu recibido del fin de la nefasta dictadura que marcó nuestra infancia, pero también por la fuerza numérica del boom demográfico que significábamos. Tuvimos que luchar en nuestras casas y en las calles para romper aquellos ancestrales moldes de la familia patriarcal y del estado autoritario y confesional. Hablar alto, protestar, y afirmarnos para hacer valer nuestra voz en libertad. Es algo que en nuestra generación nunca olvidamos y por eso también, aún hoy, podemos comprender en la mucho más pacífica juventud de nuestros días.
Con la hormona fluyendo a tope, con la desesperanza de una ocupación laboral futura y la propia duda de elegir carrera, profesión u oficio, ya tienen nuestros adolescentes bastantes desvelos. Dejándose la piel en contratos basura, inestables e irregulares, pan para hoy y hambre para mañana, sin poder apostar por una seguridad para formar nuevas familias, ya es demasiado lastre para los jóvenes. Si además les prohibimos respirar, les miramos recelosos casi como si fueran delincuentes y les cerramos el círculo de la alegría y de la libertad, no nos extrañe que esta tierra en breve será un triste desierto de moribundos, así esos denodados amantes del silencio, de la limpieza, del orden y de lo conocido pronto podrán terminar apaciblemente sus vidas en esas antesalas fúnebres en que se están convirtiendo estas tierras castellanas. No nos confundamos, el trago amargo que la vida nos obsequia es la vejez, la juventud es la virtud no contaminada. “Diario Palentino, 12 de marzo de 2006″