8 DE MARZO, QUIERO DECIR…

Vaya el brindis de este año especialmente referido a las mujeres que habitan en entornos rurales y semiurbanos, más aisladas, más solas, más olvidadas  y con menos oportunidades

De nuevo llega el 8 de marzo con la celebración del Día Internacional de la Mujer y no podemos dejar pasar la oportunidad de llamar la atención sobre fecha tan señalada ¡Que más quisiéramos las mujeres que poder dar por finalizado nuestro discurso reivindicativo, dar carpetazo y archivar el tema zanjado y concluso! Pero nuestra sociedad, ésta en la que estamos insertas, aún no está madura para comprender en su integridad el problema de la desigualdad en toda su plenitud y por ende poner los medios. Es un camino largo y escabroso, plagado de eufemismos y disfraces, de buenas palabras y apariencias, por eso debemos continuar en nuestro análisis anual de logros y desazones para llamar la atención sobre lo que se debió hacer y no se hizo, para dar un vistazo a la relación de nuevas necesidades observadas o surgidas en el ámbito de la desigualdad.

Y quiero gritarlo porque la conciencia no me deja callar. Cada cual debe aportar a la sociedad lo que puede o lo que sabe hacer. Yo tengo la oportunidad de decir y no la voy a desperdiciar. Millones de mujeres en el mundo, y miles en nuestra provincia sin ir más lejos, no tenemos voz propia, siempre hay uno o varios hombres en estrados hablando por nosotras, diciendo lo que nos conviene y disponiendo como hay que venderlo para quedar bien y hacer ver que se cumplen, aunque solo sea  publicitariamente, los vistosos programas políticamente correctos. En todos los partidos políticos son «ellos» los que se reúnen en petit comité para analizar, decidir y programar las medidas más «convenientes» que luego acaban en bonitos discursos para decirnos que debemos aspirar a lo que no somos ni nos van a dejan ser.

En la raza humana, como en la animal, ningún varón cede voluntariamente parcelas de poder, ni tan siquiera por quedar bien. Somos nosotras quienes debemos pelearlo, como siempre por los siglos de los siglos, porque como esperemos a que un macho, de cualquier raza o especie, color o condición, ceda un ápice a favor de la igualdad vamos frescas. Aunque de boquiqui se explayen en lecciones bien aprendidas por aquello de: ¡A mí, a demócrata no me gana nadie! Hasta para eso se les sale el ego competitivo. «Agua de borrajas», que decía mi abuelita, o lo que es lo mismo, «la misa  y el pimiento son de poco alimento», que remachaba mi suegra.

Vaya el brindis de este año especialmente referido a las mujeres que habitan en entornos rurales y semiurbanos, más aisladas, más solas, y con menos oportunidades que las del dominio netamente urbano. También por las inmigrantes recién llegadas, quienes buscándose un hueco en el mundo del bienestar nos ofrecen sus fértiles vientres para repoblar estos nuestros territorios, desérticos a causa de que las oriundas hemos renunciado a la esclavitud de la maternidad, valoramos nuestra independencia, nuestra libertad, y nuestra ambición por encima de otras realizaciones, tal vez concienciadas del chantaje emocional que despliega el compañero de especie cuando penden de nosotras nuestros hijos. ¡Cuantas mujeres conozco que han esperado, y las que siguen soportando en silencio solitario la tortura psicológica de cada día hasta llegar a aquél en que sus hijos menores cumplan la mayoría de edad para poder librarse del prepotente dominio macho en cualquier variedad de sus formatos!

Vaya también el brindis del 8 de marzo por las sacrificadas mujeres retornadas a sus lugares de origen, con el lacrimal seco de bregar en campos ajenos y lejos de sus raíces. Muchas sumidas en la duplicidad del viejo amor a su tierra por un lado y el debido a sus hijos que formaron familia y se quedaron donde ya nacieron y comieron. En dos asientos y mal sentadas,  el retorno no es como ellas soñaron porque el núcleo central de su vida, de sus recuerdos y sobre todo su descendencia se quedaron allá. Al estrés psicológico que producen las emociones divididas se suma una no siempre buena acogida por quienes se quedaron para sobrevivir en su pequeño mundo rural.

Y también brindamos por las voluntariosas y entregadas empeñadas conscientemente en repoblar desiertos, en «volver a casa», a su pueblo, en muchos casos ya licenciadas o con altos niveles de estudios y con el objetivo claro de intentar un asentamiento, plenamente convencidas del amor por lo suyo y con la más que suficiente preparación y cultura para saber lo que se traen entre manos, incomprendidas y temidas por las instituciones porque saben moverse entre sus vericuetos y sus trampas, dispuestas a no dejar pasar una con la disculpa de los incomprensibles laberintos burocráticos.

Y por fin la última especie nacida sobre el abandonado terreno femenino del mundo rural, las nuevas esclavas cuidadoras de los mayores, doloridas de la espalda, enfrentándose día a día a insalvables barreras, bordillos, transportes, multitud de frentes psicológicos que atender, ascendientes y descendientes, dependencia total para salvar las distancias habidas a cada paso para hacer las compras, para llevar al médico a los suyos, para cualquier nimia gestión, rodeadas de un entorno natural y sin embargo agobiadas de requerimientos familiares y obstáculos de movilidad durante las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, sin tiempo disponible para sí mismas ni para darse un capricho, un respiro, un asueto físico y emocional. Testigos y laboriosas anfitrionas de las idas y venidas de maridos e hijos a sus asuntos, de las inspecciones periódicas practicadas por hermanos, cercanos y otros especimenes del parentesco y la vecindad que hacen visita de médico para tranquilizar su conciencia, ver un rato al abuelo o a la abuela y, huyendo de la quema, dar cumplidos ánimos para continuar en la generosa tarea que ni tan siquiera se compensará a cuenta de herencia.

Aunque parezca mentira estos mundos femeninos existen, sin que aparentemente  importe a nadie más que a aquellas que lo viven y lo sufren. Y aunque parezca sensiblero todavía en nuestro presunto mundo civilizado quedan muchas mujeres que luchan solas, que lloran solas, que son mujeres sin voz y sin eco, ocultas mediáticamente bajo la paranoia publicitaria de los políticos y de las instituciones que dicen hacer mientras lo cuentan, para olvidarse al terminar la rueda de prensa.

Vaya nuestro brindis  anual por esas anónimas e invisibles mujeres de nuestros pequeños pueblos, quienes con su rueca silenciosa hilan poco a poco el copo del mundo rural, vigilan la reserva medioambiental y cuidan de la despensa cultural tradicional, mientras esperan que los dioses vuelvan sus ojos a esta tierra olvidada.  Periódico Carrión, 28 de febrero de 2006

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