Hay quien lo prefiere y disfruta, hay quien lo sufre y padece con resignación, todo depende de las prioridades de cada cual, de la calidad de vida, de la costumbre, del entorno social y familiar
Aunque tengamos compañía, a la hora de nacer y de morir estamos solos. A cada persona, a cada ser le corresponde su experiencia de comenzar, su experiencia de terminar, ambas propias, particulares, intransferibles.
En el ínterin, las opciones son tan variadas como personales. Hay quien elije vivir su vida con toda intensidad sin parase a fisgar la vida de nadie y en la esperanza de que nadie mire como emplea la suya, y en el extremo contrario quien prefiere dedicarse por sistema a supervisar y opinar sobre las vidas ajenas.
En las grandes ciudades los habitantes disfrutan y se quejan de lo primero. El exceso de individualidad, el desconocimiento de los vecinos de al lado, la imparable movilidad en cuanto a morada se refiere, las multitudes de anónimos seres que circulan por las calles, hacen colas para todo y queman tiempo en cada movimiento son los elementos que producen el efecto aislamiento con su cara y su cruz, con esa libertad de vida inconmensurable y esos momentos de soledad indescifrable. Hay quien lo prefiere y disfruta, hay quien lo sufre y padece con resignación, todo depende de las prioridades de cada cual, de la calidad de vida, de la costumbre, del entorno social y familiar.
Los habitantes de nuestro mundo rural, el de los pequeños casi diseminados pueblos de la mitad norte de la península, consumen su experiencia vital en medio de un exceso de cercanía con sus escasos vecinos. Los moradores rurales viven hoy, aún en el siglo XXI, viejas historias familiares y vecinales de capuletos y montescos. Leyendas de herencias, de hijos extramatrimoniales, de ricos y pobres, de rojos y nacionales, de indianos enriquecidos y arruinados en las américas y más allá, de la suerte de los que se fueron, de la suerte de los que se quedaron. Como lápidas colgadas a la espalda, los linajes que han perdurado su representación en el lugar lastran consigo la quimera del culebrón familiar. Además con el tiempo, como en toda historia popular, los hechos reales se van convirtiendo en cuentos, para bien y para mal.
La ventana del vecino es demasiado cercana y su oído en exceso fino, no se cae un pelo de la cabeza sin el consentimiento divino. Nacer, crecer y morir en tan amplio espacio natural pero tan escaso de oxigeno vital, otorga una idiosincrasia y requiere un adiestramiento riguroso desde la más tierna infancia.
¿La ventaja?, es fácil de relatar: el contacto abierto con la naturaleza, la tranquilidad, la ausencia de prisas, no hay estrés, el aire es puro, los animalillos del campo se dejan ver por doquier, nacen al lado los productos de la tierra, llega el brote de la primavera que la sangre altera. Hoy, con buena casa y calefacción, la vida campestre es un auténtico disfrute para los sentidos. Si quieres conversación la tienes y si no la quieres también la tienes. Si estás enfermo quieren saber de qué, se interesan por ti, por tu salud, espantan la soledad porque mientras te ocupas denodadamente de guardar a buen recaudo los resultados médicos poco buenos no tienes tiempo de comerte el coco con ellos. No hay mal que no venga bien. Y tiene la ventaja de que sí decides fallecer sin avisar no te pasas días y días muerto y solo en tu casa hasta que huelas mal, porque ese mismo día alguien te echará en falta, preguntará por ti y te encontrarán., cosa que nunca pasaría si te mueres en la gran ciudad.
Lo más gravoso de la situación es y ha sido siempre la posibilidad de elegir. ¿Cuántos habitantes han elegido voluntaria y deliberadamente la gran ciudad para vivir? ¿Cuantos moradores rurales han podido quedarse y realizar su vida dignamente? Algunos estudiosos de esto o aquello, ¡que más da!, dicen tener muy claro que las grandes ciudades son para vivirlas en la juventud y los pequeños pueblos para gozarlos en la vejez. Puede que tengan razón, pero ¿Y si los que nacen quieren quedarse en sus pueblos a vivir para siempre? ¿Por qué tienen que emigrar lejos? Quién lo sepa que conteste, así nos enteramos todos. «Periódico CARRIÓN, 1 de febrero de 2006»